La cafetería del Albert and Victoria Museum, de Londres.
Entramos en un museo. Queremos ver cada una de sus piezas. Estamos un buen rato delante de ellas. Como si quisiéramos captar su esencia. Sus esencias. Y llevárnoslas con nosotros a casa.
En la maleta.
En la retina.
En el cerebro.
En esa vieja maleta que es nuestra memoria. La de cada uno. No la colectiva.
Algunos museos nos ofrecen cafeterías para que el ojo se relaje, descanse, y deje de mandarle al cerebro mensajes de mareo y estupor. Para que el viajero se reponga del mal de Stendhal. Ese síndrome que no afecta a las hordas de turistas-coleccionistas de imágenes, pero sí a los viajeros que viven cada segundo del viaje. A los que quieren guardar para siempre la esencia de cada momento. Y claro, se marean. Nos mareamos. Porque nuestro oxígeno se va hacia un lado y el resto del cuerpo protesta.
Algunas cafeterías de museo están desnudas. En ellas el viajero reposa su caminar.
Otras son una continuación de las salas de exposición, y el ojo del viajero continúa recibiendo impresiones. Con ellas come scones y toma té. Las dibuja tranquilamente sentado, mientras se lleva la taza a los labios con la otra mano. El resto del público habla animadamente, de las piezas del museo, del viento que recorre las calles de la ciudad, de la vecina recién divorciada, o de los dos gatos de cuñado que rompen la tapicería del sofá.
Y del museo.
Me gusta sentarme, tomar el té con scones, dibujar en mi cuaderno y escribir las sensaciones del museo, de la ciudad, de la cafetería.
El círculo que se cierra y se abre al mismo tiempo.
Como en el cerebro, de donde entran y salen a la vez las mismas impresiones.
Ese mareo eterno.
Stendhal.