Os dejo el relato que escribí para HERADO DE ARAGÓN, para la serie de VIAJES POR ARAGÓN. Salió publicado el día 17 de julio de este año.
UN CUENTO CON TREN
Mi abuela vivió su infancia entre modernas
estaciones de tren y viejos campos de remolacha y de azafrán. Mi bisabuelo era
jefe de estación. De su primer destino, una aldea gallega, pasó a la capital. Y
de allí al Central de Aragón, que discurría entre Sagunto y Calatayud. Le tocó
dirigir la circulación del ferrocarril en Albentosa, en Caminreal y en
Villafranca.
Estaba en Caminreal cuando el accidente del
tren correo número seis en Luco de Jiloca. Aquella tarde de junio había habido
tormenta, y la recua de niños que había parido Agustina, mi bisabuela, estaban
en la cocina, secándose las ropas en el hogar. Los pequeños habían estado
jugando junto a las vías hasta que ya no quedó otro remedio que entrar. El tren
correo se había detenido como de costumbre a su hora. Nadie se había apeado,
solo unos cuantos hombres habían bajado para aliviarse. A las hijas del jefe de
la estación les gustaba meterse entre los vagones y observar lo que hacían los
desconocidos cuando todos se ponían de espaldas al tren. Ver hombres con levita
que hacían lo mismo que su padre les movía a chanza, y jugaban a inventarse
historias sobre ellos.
Esa tarde había llovido ya mucho, y el cielo
empezaba a tronar. Oscurecía y los relámpagos cortaban el cielo en líneas
caprichosas. Las niñas habían salido a jugar, pero el ruido que venía desde la
casa de las estrellas las había hecho regresar a la estación. Mi abuela llevaba
las enaguas manchadas de barro y el pelo chipiado. Lloraba porque le daban
miedo las tormentas. Había nacido en una corrala de Madrid, donde no se oían
los truenos como en aquellos pueblos de Aragón a los que los habían destinado
las deudas de su padre en la capital: el sueldo del ferrocarril desaparecía
entre largas piernas y bocas pintadas.
Vieron el tren desde la ventana cerrada de la
cocina. La lluvia convertía el humo de la locomotora en una capa viscosa que
cubría vagones y ribazos. Todo era gris y negro aquella tarde. Hasta las
sotanas y los birretes de los curas que bajaron del vagón de primera. Las niñas
nunca habían visto hombres vestidos con faldas. Mi abuela se preguntó si
llevarían enaguas como las suyas. Aplastaba la nariz en el cristal para verlos
mejor. Todos fueron al otro lado del tren para hacer lo que todos los hombres,
pero remangándose las faldas, como hacían ella y sus hermanas. El tren siguió
su rumbo a pesar de la tormenta, y todo el mundo en la estación se echó a
dormir. A la mañana siguiente, el telégrafo no dejó de sonar.
- ¿Qué
pasa, qué pasa? –preguntaron al padre, que tenía la cara desencajada.
- El
tren correo, el que pasó ayer tarde con la tormenta, ha tenido un accidente.
Hay cinco muertos. La riada se llevó el puente, y el tren no pudo frenar a
tiempo. Una catástrofe.
A mi abuela le dio un escalofrío: esa noche
había soñado con sotanas y birretes.
Nunca supo que aquellos tres hombres ya no
existían cuando soñó con ellos. Y con sus ropas sin botones.